sábado, 17 de marzo de 2018

Esto es para mí



Es difícil darse cuenta de las cosas cuando eres tan inconsciente de la realidad. Te crees que tienes todo el control cuando tristemente no es así; estás totalmente a merced, bajo un poder que no llegas a ver, pero uno del cual los demás quieren hacerte libre.
Tú obviamente no te dejas, porque quieres estar sometido. No escapas, aunque a veces lo pienses… En esos pocos momentos en los que te figuras lo que está pasando. Y cuando haces acopio de esa poca fuerza que tienes para expresar cómo te sientes y lo que piensas, te topas con incomprensión.
Porque la otra persona no quiere o puede entenderte, ridiculiza lo que sientes, se victimiza por el daño que te causa y te hace sentir aún peor. Y así te somete.
Así es como ya pierdes las ganas y la voluntad para luchar.
Dejas de valorarte cada vez más, porque sientes que no vales absolutamente nada y que esa persona lo vale todo. Todo el sufrimiento.
Tú quieres a esa persona, te entregas. Permites que te rompa un poco más porque crees que te lo mereces. No sabes si esa persona te quiere o no; pero tú aún así le consientes todo.
Hay buenos momentos, por supuesto que los hay. Los atesoras y los repites mentalmente en tu cabeza cada vez que ocurren los malos, que son constantes. Porque una vez más, quieres creer que todo lo bueno vale más que lo malo, cuando la balanza no está equilibrada y a cada día que pasa lo vives peor.
La otra persona puede o no decirte que va a cambiar. Se te va a justificar, camuflar sus malos actos. Rara vez pedirá perdón, y la mayoría de las veces te amenazará con abandonarte para que así te arrastres y seas tú el que se someta.
Porque no hay igualdad en esa relación. Aparecerán personas que te querrán, te valorarán y te harán sentir bien pero tú solo verás a aquella que no te da lo que necesitas.
Cuando la gente que te quiera te diga que esa relación no te conviene, quizá les des la razón, quizá no. Justificarás los actos de esa persona de todas las maneras posibles, porque quieres creer que es así por heridas pasadas más que porque es su propia naturaleza.
Te sientes como un pájaro enjaulado: esperando que se te alimente, y disfrutando del poco tiempo de atención para luego pasarte el resto solo, sumido en silencio que solo se rompe por tus propios llantos.
Es triste y tú aguantas ese dolor porque no tienes amor propio. Esperas que sea la otra persona quién llene esa falta, que supla eso que tú mismo eres incapaz de sentir por ti.
Eso no va a pasar.
Llegará el día en que te hartarás. O que el otro se harte y te cambie por otra persona. Pase lo que pase, te liberarás. No del dolor… No de la desesperación o de ese veneno que tienes dentro. Pero sí de esa persona. Y poco a poco, te desintoxicarás.
Te costará. No es fácil. Estás débil y vulnerable, y llorarás y buscarás cualquier manera de llamar su atención o excusa para hablarle.
No lo hagas. Sé fuerte. Aprende de esto, quiérete. Mereces amarte, porque aunque no lo creas, tienes cosas buenas. Los demás lo ven, y tú tienes que tomarte ese tiempo para verlo. Lo superarás; y entonces cuando todo esté bien, serás capaz de tener una relación sana, de amor y respeto mutuo. Y verás lo que es amar de verdad. Comunicación real. Intimidad pura.
Yo creo en ti.

viernes, 24 de abril de 2015

Si tuviera corazón.

Desde que te vi por primera vez aquella luna llena de otoño, todas las noches esperaba en el mismo lugar, a la misma hora a que tu figura raquítica asomara recortada por la luz de las estrellas.
Era extraño, y quizá eso y tu piel pálida me llamaran a seguirte, escondida entre la maleza, en tu ritual nocturno.
La poca iluminación solo me dejaban ver tu rostro claro y tu camisa blanca. El resto era negro, telas salidas de la mismísima boca de lobo.
Tu caminar es tranquilo, silencioso y seductor. Me sorprende que, incluso cuando te mueves por los caminos de tierra, apenas se oye tu pisar.
Eres joven, una flor, mi galán de noche.
Ojalá tuviera el valor suficiente de acercarme y cantarte mi nombre, perderme en tus ojos de ónice y deleitarme con el delicioso olor a jazmines, que a tu paso flota en el aire.
La soledad es parte de ti. A tu alrededor juraría ver hadas danzar, entonando hermosas notas que se funden en la chaqueta de tu traje.
Me intuyes, pero no me ves. A veces giras la cabeza y buscas, entre las ramas caídas de los árboles. No pareces asustado ni preocupado. Solo curioso.
¿Me deseas, mi adorado desconocido?
Te daría mi vida con tal de que me regalases tu nombre.
Pero, no puedo evitar preguntarme, ¿si te confiase mi vida, me dejarías guardar tus secretos?
Sé porque paseas por el campo de noche. Te he visto hacerlo varias veces.
Justo debajo de la encina más grande y vieja, esperas.
Solía creer que te gustaba refugiarte del mundo bajo su manto protector, fumarte el cigarro que ilumina con leve fulgor tus rasgos afilados y después volver al averno de tu vida.
Ese infierno del que soy cómplice porque te necesito. Porque estoy enamorada de ti.
Sin embargo, llevas a cabo actos de los que no te imaginaba capaz. Quizá porque antaño te creía un ángel caído, perdido en mi realidad, tus alas enterradas junto a los corazones de todas aquellas mujeres que se enamoraron de ti antes que yo.
Las he visto.
Se acercan a ti, imantadas, absorbidas por tu brillante sonrisa traviesa.
Tu las abrazas, las atraes a tu cuerpo y parece que os fundís, convirtiéndoos en un solo ente.
Entonces, con rapidez y precisión, desgarras la carne de tu acompañante, alimentando la tierra con su sangre. No hay gritos, su boca aprisionada en la tuya. Entre tus dientes.
Qué visión tan bella. Y terrible.
Devoras su esencia, pequeñas manchas nublan la perfección de tu piel, pero desaparecen en el negro de tu traje.
Apenas puedo contener mi aliento, observándote llevar a cabo actos atroces.
¿No se supone que los ángeles son seres benévolos?
Mi mente divaga mientras escondes los restos.
Quizá ella es como yo. Buscaba cumplir su deseo. Liberarse de estas ataduras terrenales a las que nos mantiene nuestro cuerpo.
¿Eres tú mi salvación?
No puedo evitar sonreír.
Tus ojos vuelven a moverse, buscando. Se fijan en mí, extendiendo mis brazos y esperando tu beso.

Libérame, ángel de la muerte.


jueves, 12 de marzo de 2015

Corriente alterna

Esa mañana se sentía especialmente abstraído. Se había levantado con el ánimo sereno, cosa extraña en él; muy extraña.
Normalmente dormía un par de horas y después se encaminaba al laboratorio, hambriento de la necesidad de avanzar en sus proyectos. Pero hoy no le apetecía.
¿Cómo era posible que no tuviera ganas de trabajar?
Por muy bizarro que pareciese, su alma lo llamaba a darse un paseo por el Central Park. Tenía que ir a verla.
Antes de levantarse de la cama, estiraba los dedos de los pies cien veces. Era su pequeño ejercicio matutino. Siempre lo hacía.
Después se ponía en pie, contaba hasta tres y se dirigía al aseo. Le encantaba emperifollarse, pues sabía perfectamente que una regla de oro en el mundo, era estar siempre impecablemente vestido y una insistente higiene diaria.
Al acercarse al espejo, notó que el mostacho le había crecido un poco más del lado izquierdo, por lo que el derecho parecía todo un desastre. Con unas tijeritas, recortó aquellos pelos rebeldes.
—Cómo odio el pelo, es asqueroso —dijo, mirando los restos que habían quedado en el lavabo.
Nikola Tesla jamás iba desaliñado.
Se vistió con su traje especial, el de ir a pasear. Y se encaminó a desayunar.
Bajó por el ascensor, ya que vivía en la planta número treinta y tres, en la suite 3327.
¿Por qué? Si no era divisible por tres, que era el número favorito de Tesla, entonces no tenía cabida en su vida.
—Buenos días, señor Tesla —lo saludó una de las trabajadoras, mientras colocaba delante de él su taza de té.
—¿Has limpiado la cuchara dieciocho veces, no? —le recordó, observando con ojo crítico el fino cubierto de plata.
—Claro que sí, todos los utensilios que hay en la mesa han sido limpiados como el señor ha pedido.
Tesla los observó a la luz de la preciosa araña que colgaba de la habitación. Brillaban cristalinas como las gotas de agua de los ríos de Gospić, la ciudad donde creció.
—Gracias, puedes retirarte. —prefería comer solo, pues no le gustaba que lo miraran ni lo molestaran con preguntas superfluas.
—Una cosa más —la joven depositó junto a Tesla un montoncito de cartas—, llegaron esta mañana, que disfrute del desayuno.
Un pequeño movimiento de cabeza y la mujer desapareció por una de las puertas de roble.
Nikola miró las cartas con recelo. Casi siempre eran de admiradoras que lo invitaban a tomar el té o ir al teatro. Tesla no tenía tiempo para esas nimiedades, por eso últimamente había empezado a volverse un maniático con el tema del correo.
Las esparció por la mesa y empezó a catalogarlas mentalmente.
“Admiradoras”, “Gobierno”, “Compañía”, “¡Mark Twain!”. La carta de su amigo hizo que sonriese abiertamente por primera vez esa mañana. Llevaba varios días esperando la contestación. Utilizó el abrecartas que la trabajadora sabiamente había dejado en la mesa.

Mi queridísimo amigo:

Siento la tardanza, he estado terriblemente ocupado con la publicación de mi último libro. Espero que sepas perdonarme, pero no lo hagas por escrito. Iré a verte pronto, echo de menos nuestras largas conversaciones junto a las bobinas del laboratorio.
He leído las declaraciones que Edison hizo sobre tu trabajo. Te digo amigo, si un hombre me retase en alguna ocasión, me lo llevaría con amabilidad y misericordiosamente de la mano a un lugar tranquilo para después matarlo. Pero eso es solo lo que haría yo.
Espero que sigas adelante con ese último proyecto del que me hablaste. Estoy intrigado, Nikola.
Porque un hombre con una idea es un loco hasta que la idea triunfa.
Con afecto,
Mark Twain.

¿Iba a visitarlo? ¡Tenía que poner todo a punto! A Nikola le gustaba darle buena impresión a sus seres queridos.
¿Y a qué se refería Mark sobre el maldito de Edison? Tesla no olvidaba que aquel gordo empresario le debía dinero. Muchísimo dinero.
Entonces otra carta le llamó la atención. Llevaba las siglas “T.A.E”
Sin miramientos, la abrió.
Dentro había un recorte de periódico y una nota que ponía “Estuviste tan cerca del éxito, y ahora estás enterrado en toneladas de fracaso.”
Reconoció la letra de su antiguo mentor. Llevaba ya unos años atormentándolo e intentando hacer creer a la sociedad que la corriente alterna era peligrosa. Así, descubrió leyendo aquel recorte, que Edison hacía experimentos con animales utilizando las bobinas que Tesla había creado. Los electrocutaba y engañaba a las familias diciendo que la corriente alterna era peligrosa para tenerla en el hogar.
Furioso, destrozó la carta y el recorte; recogió su abrigo y se encaminó a las ajetreadas calles de Nueva York. Antes de salir, siempre daba tres vueltas en la baldosa de delante de la puerta, si no lo hacía se sentía incapaz de abandonar el hogar.
El aire de aquella mañana estaba especialmente cargado. Los coches iban y venían por las anchas calles, dejando tras de sí molestas humaredas. Nikola no podía evitar sacudirse los restos de un hollín apenas perceptible para el ojo humano. Pero él lo notaba, como si se escurriera por los tejidos de su abrigo y poco a poco avanzara hasta su delicada piel.
Tesla jamás iba sucio, menos si iba a verla a ella.
Sus pasos eran rápidos, elegantes y precisos. Evitaba a toda costa que lo reconocieran, por lo que llevaba el cuello del abrigo arriba, tapando sus facciones.
El Central Park no estaba lejos, por lo que pocos minutos después llegó al banco que tanto gustaba utilizar. Se sentó, no sin antes limpiar la zona con uno de sus pañuelos. Era un día fresco de otoño. Había muchas hojas de árboles marrones y amarillas por los suelos de piedra. Era todavía temprano, por lo que no había casi nadie.
Mejor. A Tesla le molestaban los desconocidos.
Esperó paciente a que ella apareciera. Normalmente no solía rondar aquel banco hasta más tarde. Nikola sabía que si en breves no daba señales, debería llamarla. Ella siempre acudía a él.
Metió la mano en su bolsillo derecho, donde llevaba una bolsita llena de migas de pan y silbó varias veces, de manera característica.
Una bandada de palomas acudieron, negras, grises y anillos verdes en el cuello.
Tesla les dio un buen montón de migas y éstas empezaron a comer.
¿Pero dónde estaba ella?
Entonces, una figura blanca atravesó el lago que había frente a él, y se posó en su hombro.
Ululaba feliz.
—Ya me estabas preocupando, querida —Tesla acarició con ternura el cuello de aquella hermosa paloma blanca—¿Acaso dormías?
A pesar de que odiaba el contacto físico con otras personas, a Nikola le encantaba el tacto de las plumas de su amada paloma.
Siempre que la veía, recordaba cuando se la encontró herida y moribunda. Se gastó miles de dólares para que pudiera volver a volar, y desde entonces, eran inseparables.
—Para qué necesito a una mujer cuando te tengo a ti —dijo a su compañera, que ululó alegre.
Ambos se quedaron en el banco, disfrutando de la mutua compañía, hasta que el parque empezó a cobrar vida. Nikola Tesla se sentía pleno y emocionado.
Esa misma tarde, cuando volvió a su habitación de hotel, escribió las siguientes palabras sobre la paloma blanca.


Quería a esa paloma al igual que un hombre ama a una mujer, y ella también me quería a mí. Me daba razones para vivir”. 

Para Dani.

martes, 10 de marzo de 2015

Entre los brazos de Morfeo

Carta a mamá y papá:

Ahora mismo solo puedo imaginar una ínfima parte de cómo os sentís. Sé que no será fácil y que al principio estaréis enfadados conmigo. Pero también muy tristes.
Necesito que entendáis lo que quiero, lo que deseo con toda mi alma. Y eso es algo que aquí no voy a encontrar, ¿quién iba a pensar que en los sueños iba a encontrar mi propósito? Si alguien me lo hubiese dicho, jamás le hubiera creído; ni una sola palabra.
Todo comenzó hace un par de meses, cuando empecé a tener esos problemas para dormir. Apenas llegaba a las cuatro horas y eso si pasaba buena noche. Los días se me hacían eternos, los segundos duraban horas. Recuerdo levantar la vista para mirar aquel reloj de plástico de clase y ver que las manecillas se detenían, obstinadas. Yo pensaba que se reían de mí, en su manera de fastidiarme un poco más, dilatando el tiempo.
Mantener la atención a las monótonas voces de los profesores era toda una odisea. Y cuando me tocaba leer algún párrafo o ir a la pizarra a resolver un ejercicio, la tarea de mantener los ojos abiertos se convertía en toda una tortura medieval.
Cuando no puedes dormir, hasta la pregunta más simple: “¿me dices la hora?” se convierte en un rompecabezas solo apto para superdotados. No podía seguir así.
Simplemente no quería.
Recuerdo perfectamente mi primera visita a la farmacia. Me cuesta describir la sensación de alivio que sentí cuando la farmacéutica puso la cajita en mis manos. Entre las ojeras y mi pelo enmarañado, la pobre mujer debió pensar que me faltaba un tornillo.
Esa noche dormí ocho horas por primera vez en meses. Y lo que vi, fue maravilloso.
¿Sabes cuando te privan de algo tanto tiempo que te olvidas de cómo era? Pues igual. Volver a soñar fue como estar meses sin comer tu dulce favorito y un día volver a probarlo. Si tuviera que describirlo con los cincos sentidos diría que sabía a estrellas. Olía a noche. Se sentía como rocío cálido de verano. Se veía como un arcoíris en un día nublado a través de un caleidoscopio. El sonido era como tu canción favorita pero infinitamente mejor.
Tan hermoso era lo que presenciaba por las noches, que cada vez tomaba más pastillas para estar más tiempo ahí, en ese otro mundo. Cualquier cosa que podáis imaginar está ahí, en el Reino de Morfeo.
Lo conocí durante una de mis incursiones nocturnas en su gran palacio onírico, que estaba hecho de las más blancas y finas arenas, constantemente cayendo y subiendo; cambiando su aspecto con las horas
El dios me sorprendió intentando cabalgar a Fenrir, el gran lobo, que no dejaba de perseguirme con la mirada.
Su primera reacción fue tocarme. Sus dedos estaban cargados de una energía desconocida para mí, al tacto me dejó una sensación mágica y placentera. Recuerdo girarme y recrearme en sus orbes, su luz me recordaba a galaxias navegando en el basto espacio. En su pelo de ébano habitaban hadas.
No le hizo falta preguntarme, ya sabía mi nombre.
“Selene” resonó en los pasillos vacíos. Su voz era suave, arrulladora; pero a la vez era intensa.
Estaba segura de que no podía estar soñando, mucho menos estar dormida. Y para comprobarlo, acerqué sin miramientos mi mano hasta el rostro perdido de Morfeo. La misma sensación de antes me recorrió, desde las yemas de los dedos hasta las puntas de mis cabellos. Aunque para entonces debería de estar más que asustada, en mi cuerpo reinaba tranquilidad. Y una emoción de reencuentro.
A estas alturas pensaréis que estoy loca. Yo también.
En los últimos días, sabéis que faltaba a clase. Tomaba pastillas y dormía, horas y horas, paseando por las arenas del tiempo con Morfeo. Él me susurraba historias, leyendas y mitos sobre la estrellas; decía que eran dioses profundamente dormidos.
Me guiaba por su mundo etéreo, por cada recoveco, hasta el punto que a pesar de ser interminable, yo lo conocía. Una noche me señaló un extraño agujero negro que había sobre los cielos de su castillo y me preguntó qué pensaba.
—Parece que falta algo —le dije.
—Sí, falta mi luna, que desapareció hace mucho tiempo.
El aullido de Fenrir se dejó oír, monstruoso; en ese momento desperté. Estuve todo el día ofuscada, inquieta. Quería seguir hablando con Morfeo, preguntarle qué había pasado. Quería tomar más pastillas y dormir, pero vosotros empezabais a sospechar y no podía permitir que me quitarais mi única manera de soñar. Al caer la noche, me metí corriendo en la cama, tragué una pastilla sin agua y cerré los ojos.
Al abrirlos estaba flotando sin rumbo, atravesando mundos y vigilada de cerca por Fenrir, que corría detrás de mí dejando una estela de nubes cósmicas.
Las fauces del gran lobo se abrían y se cerraban intentando apresarme, pero no podía sentir miedo entre los brazos de Morfeo. Él era mi guardián.
—Tengo que regresar, ¿verdad? —le pregunté.
—Ya estás aquí.
—Siento haberme ido tanto tiempo —lágrimas como perlas acariciaron mis mejillas.
—No importa Selene —me susurró. Sus besos sabían a lluvia y miel—. No vuelvas a abandonarme.
Nos quedamos así hasta que vino mamá a despertarme. Sabía lo que tenía que hacer, pero temía que vosotros no lo entendierais si intentaba explicarlo. No es fácil decirle a un padre que te vas y que no vas a volver.
Os escribo esta carta, pero no siento tristeza ni dolor. Estoy feliz, porque por fin puedo volver. Soñar para siempre, acompañada de Morfeo como su Luna, en el Reino del que caí cuando desperté de mi sueño inmortal.
Me he tomado todas las pastillas que quedaban y empiezo a notar sus efectos. Siento como si alguien estuviera apagando todos los interruptores de mi cuerpo, pero no siento miedo alguno. Morfeo me espera, llamándome a ocupar mi lugar.
Hasta siempre mamá y papá. Os visitaré en sueños. Os querré eternamente,

Selene, la luna perdida.


martes, 3 de marzo de 2015

La musa

Valerié refunfuñaba. El sonido del desgarro de las hojas y las bolas de papel que la rodeaban, denotaba el escenario perfecto de frustración absoluta. Su regazo, sus pies y el suelo estaban llenos de migas de goma de borrar. Junto a su muslo izquierdo, un estuche morado que había visto mejores días. Entre los largos y finos dedos de Val, podía verse un lápiz número dos. El rostro de la joven se perdía tras la cascada de cabello castaño y ondulado; el sol otoñal devolvía reflejos rubios cada vez que movía la cabeza en desaprobación. Unas olas se dibujaban en su frente cada vez que borraba; y sus ojos miel se inundaban de tristeza siempre que volvía la mirada al cielo despejado.
La joven estaba estresada. Faltaban pocas semanas para entregar su obra final para la muestra de su universidad y todavía no había sido capaz de crear un boceto. Nada le parecía adecuado. Nada le parecía lo suficientemente perfecto.
Los minutos pasaban y Val seguía ahí, hoja en blanco, lápiz estático. Infinidad de personas yendo y viniendo delante de ella, algunas deteniéndose delante de la fuente para arrojar monedas.
Nada parecía inspirarla en lo más mínimo ese día. Y eso que era su lugar favorito para crear, para imaginar escenas que después plasmaba con amor y mimo; retratos que sus profesores alababan y agradecían con notas excelentes.
Suspiró y dejó sus utensilios a un lado. Con ambas manos se revolvió el pelo, en un vago intento de quitarse la negatividad de encima. De no haberle importado molestar a los transeúntes y a las personas que merendaban los bares cercanos, hubiese gritado.
Hundida como estaba en su malhumor, no vio llegar a aquella mujer, pero sí la oyó. Un traqueteo de tacones llenó la plaza y llegó a los oídos de Valerié, que levantó la cabeza para justo ver a una mujer acercarse peligrosamente al borde de la fuente.
Por la manera en la que se dejó caer al lado, Val casi hubiese jurado que la misteriosa señorita se había caído. Cuando enfocó su mirada mejor en la figura revoltosa, notó que buscaba frenética algo en su bolso.
«¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Estará loca?» pensó, interesada como estaba en la actitud extraña de su nuevo pasatiempo.
Finalmente, del bolso de marca marrón oscuro, sacó un monedero. La mujer lo abrió y dada su reacción, Val dedujo que estaría vacío.
«No te tocan deseos hoy, querida» le dijo Val mentalmente a la desconocida.
Volvió a recoger sus cosas y dibujó un puñado de monedas cayendo de una mano decrépita, debajo miles y miles de personas matándose entre ellas por coger esos pequeños tesoros. Le gustó el resultado, pero no lo suficiente como para convertirlo en su obra maestra.
Con la tontería, la mujer la había inspirado un poco. Se decidió que volvería a echarle un ojo, quién sabe, quizá esta vez la inspirase para sacar un aprobado.
Pero no la veía. Junto a la fuente solo habían un par de niños intentando coger las monedas que otros habían encomendado a hacer realidad sueños imposibles. Resopló. La buscó en las mesas del bar, junto a la farmacia, al lado de la caseta o en las escaleras.
Nada.
¿Dónde se había metido? No podía estar muy lejos.
Justo cuando iba a ponerse en pie, una sombra se cernió sobre ella. Era la desconocida.
Al estar tan cerca de ella, pudo notar detalles que a la distancia no había podido distinguir.
En su rostro había una pequeña sonrisa, rota y triste, decorada con un lunar coqueto. Sus ojos estaban acuosos y el maquillaje negro se deslizaba por sus mejillas sin gracia alguna; sin embargo, sus grandes ojos grises parecían hipnóticos, como las estrellas en la noche.
La mujer le habló, pero estaba tan absorta por sus facciones que tuvo que apartar la vista momentáneamente para poder concentrarse.
—Disculpe, ¿podría repetir por favor? —pidió Val, enfocando sus ojos a la nariz de la mujer, que parecía ser el único punto que no volvía loca a su imaginación.
—Quería saber si tienes cambio de veinte, si no te importa. —le enseñó el billete, a la vez que con la otra mano se limpiaba disimuladamente una lágrima que caía maleducada por la comisura de su ojo.
—Es posible, déjeme ver —buscó su cartera y vio el contenido, tenía varios billetes de diez y de cinco—, ¿lo quiere en billetes de diez, de cinco o uno de diez y dos de cinco?
—No, yo preferiría monedas, si puedes —parecía apenada. Posiblemente porque ella misma pensaría que su pedido era una soberana estupidez.
Val la miró fijamente, entre sorprendida y hechizada.
—Miraré, suelo tener el monedero hasta arriba, pero no sé si llegará a veinte.
—No te preocupes, lo que contenga me será suficiente. —parecía más que decidida.
—¿Segura? No creo ni que llegue a algo más de diez y me daría mucha pena que...
—En serio, no pasa nada. Solo quiero muchas monedas. —entregó el billete a Val y juntó sus dos manos ahuecándolas, esperando que la joven le pasara los tesoros que tanto ansiaba.
Valerié estaba estupefacta. No se detuvo a contar las monedas, simplemente vació el contenido de su monedero, en todo momento su vista clavada en la desconocida. Sus ojos refulgían con una intensidad sobrehumana.
—Eres muy amable, muchas gracias señorita. —sin esperar respuesta, corrió hasta la fuente.
En ese mismo momento, Val levantaba sus hojas y su lápiz y esperaba inmersa en un sopor creativo lo próximo que aquella mujer fuese a hacer.
La musa estuvo unos segundos con las monedas pegadas a su pecho, entonando alguna plegaria milagrosa, llamando a cualquier deidad que pudiera cumplir los deseos de un corazón marchito.
Y lanzó todas las monedas, en un abrir y cerrar de ojos, éstas volaron y giraron en los aires, brillando como diminutos diamantes, hasta que cayeron al agua.
La mujer se sentó, cansada después de aquel ritual, en el borde de la fuente y esperó, como si su cántico fuese a ser respondido de un momento a otro. Valerié la dibujaba, poseída por una ferviente ola de creatividad que nunca antes había experimentado.
Una melodía sonó queda, y la musa sacó un móvil de su bolsillo. Observó la pantalla durante un rato, moviendo el pulgar por la pantalla. Val aguantaba la respiración.
Entonces la mujer se echó a llorar. Espasmos cruzando su cuerpo frágil. Al tener la cara tapada por las manos, Valerié no podía descifrar si eran sollozos de tristeza o alegría, pero no le importaba.
Aquello era lo que había estado esperando durante tanto tiempo.
A su musa.
Los trazos en el papel iban y venían, retratando aquella escena que valdría para matrícula.
La mujer lloraba y Valerié pintaba.

Para siempre retratado, el momento más importante de la vida de ambas.


domingo, 18 de enero de 2015

Un dilema para los filósofos

Me pasa últimamente que me cuesta discernir lo que es verdad y lo que no. El otro día me pregunté seriamente si un recuerdo era un recuerdo de verdad o era el recuerdo de un sueño.
¿Cómo se supone que lo puedo saber con seguridad? ¿Cómo puedes saber que un sueño es un sueño y no un recuerdo?



lunes, 29 de diciembre de 2014

Apoteosis

Qué es lo que tiene la sangre que la convierte en algo tan hipnótico de ver.
El brillo. Su color intenso. El placer de sentir la calidez de su tacto con la piel.
Un torrente de vida que se escapa cada vez que una herida se abre.


Los ríos caen.
La muerte acecha.
El frío llena lo que el Sol abandona.
De la tierra flota, un fuego que no quema.
Las flores crecen, abundan.
De la caída, surge una esperanza.
En la oscuridad, luz.
En la luz, oscuridad.
Nada hay más hermoso, que un equilibrio perfecto.

martes, 23 de diciembre de 2014

Oh Muerte

Lo primero que vio fue el ataúd de roble abierto, en medio que aquella sala de mármol blanco. Una procesión de personas, todas de negro, lo rodeaban. Llorando. Rezando. Colocando rosarios o estampillas de santos. Tocando al muerto como si él todavía pudiese sentir esas caricias. O si acaso, que ellas pudiesen traerlo de vuelta.
Carlos miraba todo estupefacto. Las imágenes le parecían surrealistas.
Se acercó al féretro y el interior le devolvió la misma imagen que un espejo.
¿Cuándo se había muerto?
—¿Es esto una broma? —su mejor amigo pasó por su lado, el rostro crispado por el dolor y la angustia—. Pablo, ¿qué está ocurriendo?
Intentó tocarlo, pero entonces la mano de Carlos simplemente atravesó el cuerpo de su amigo, como si fuera mantequilla.
«No puede ser... Esto tiene que ser una pesadilla»
Entonces algo lo obligó a girarse. No fue un sonido, ni una visión, ni un olor. Simplemente sintió que debía hacerlo. La figura de una mujer trajeada de negro y blanco apareció delante de él. Era hermosa a la vez que tétrica. Era alta y a la vez baja. Estaba raquítica a la vez que obesa. Tenía hermosos cabellos color ébano, que al mismo tiempo eran plateados y fantasmales.
Una media sonrisa estaba pintada en su rostro, y su mano cadavérica se alzaba hacia Carlos, invitándolo a asirla.
—No, no. Por favor. Todavía no es mi momento —balbuceó el joven empresario.
—Sí, ya es la hora —respondió. Su voz era intensa y penetrante. Carlos se preguntó durante breves segundos si habría movido los labios o simplemente había hablado en su cabeza.
—No lo entiendes, soy demasiado joven. Estoy a punto de cerrar el contrato más importante de mi vida. Debo viajar. Tengo que asistir a reuniones... No, no puedo irme. No sabes nada.
La sonrisa no se borró del rostro de la mujer. Parecía acostumbrada ya a esos berrinches. Se acercó a Carlos y posó la mano en su hombro. Cuánto le gustaba el tacto de las almas frescas. La sensación la excitaba.
—¿Y qué puedes hacer al respecto? Nada puedes cambiar. El destino no está en tus manos, sino en las mías. Acéptame y déjame llevarte.
—Te ofreceré lo que quieras. Tengo mucho dinero, oro, joyas, diamantes, propiedades, ¡lo que desees es tuyo! —Carlos se arrodilló delante de ella. Sus manos entrelazadas en una plegaria que ningún dios podía oír.
Muerte sonrió.
«Estos humanos, se creen que pueden comprarlo todo. Qué incautos»
Acercó sus labios torcidos al rostro de Carlos. Su mirada era fría y oscura. No parecía tener límite, pues miraba a los rincones más oscuros y pecaminosos.
—No hay nada en todo el universo que pueda satisfacerme más que tu alma. La Muerte ya está aquí. Es tu fin —agarró con delicadeza las manos de Carlos y lo levantó del suelo.
El joven soltó un gemido de derrota.
—Tengo miedo, no me dejes solo, por favor.
Muerte siguió enseñando su sonrisa torcida.

—Nunca más estarás solo. De ahora en adelante, estarás para siempre conmigo —con ternura posó sus labios en los de Carlos.


lunes, 22 de diciembre de 2014

El lamento de un extraño

El viento te trae su nombre, susurrado con ternura. Y como siempre, hay melancolía envuelta en las letras.
Te dejas abrazar por la amargura del recuerdo, de la pérdida. A pesar de que nunca has llorado antes, una lágrima escapa y besa tu mejilla; cae en la tierra húmeda por la sangre de aquellos que dieron sus vidas en una guerra contra dioses, que dejó al mundo sumido en muerte, caos y dolor.
Levantas la vista del suelo y observas el campo de batalla, miles de cuerpos descomponiéndose entre los brazos de aquellos que todavía no quieren aceptar el destino, y llenan el silencio de la muerte con sollozos rotos.
Tus ojos se clavan en un hombre, que acuna los restos de una mujer embarazada. Una de sus manos acaricia el vientre abultado, ríos de sangre y carne donde debería de estar el fruto de su amor.
Verlo no hace más que aumentar la angustia de tu propio corazón. Te tapas el rostro con ambas manos, sintiéndote aún más solo y desesperado. Quisieras gritar y maldecir al mundo por haber concebido la crueldad en forma divina.
El sonido de las teclas de un piano te llega, notas tristes de un pasado que alguna vez fue hermoso y prometedor. Los dedos se mueven ágiles, tocando aquella pieza que tanto llenaba tu alma. Las pausas, los suspiros, los tonos graves y agudos, mezclados con la agonía de los hombres que todavía siguen vivos.
Te preguntas una y otra vez porqué tuviste la desgracia de sobrevivir; porqué no tuviste la suerte de irte en paz con las personas que querías.
El cielo encapotado advierte la lluvia inminente. Relámpagos centellean como fuego fatuo, truenos retumban como tambores llamando a las armas.
Pronto, las gotas empiezan a repiquetear. Te gusta pensar que lloran a los caídos. Que lamentan la corrupción de los dioses. Piensas que toda esa agua purifica y limpia la putrefacción.
Oyes a lo lejos el rugir de los dragones moribundos, los llorosos cánticos de las sirenas.
Vuelves a pensar en tus amigos, en tus familiares. Ves el rostro del amor de tu vida sonreírte, mientras sigue tocando las teclas del piano.
Todos se han ido al etéreo, sus almas eternas.
Pero tú estás solo.
Las gotas de lluvia se mezclan con las lágrimas, que ya no eres capaz de contener.
Lo has perdido todo.
Ya no queda nada en este mundo para ti, lo sabes. No hay un hogar al que volver. No hay amigo con el que beber y fumar, mientras se cuentan historias de viajes mágicos. No hay padre a quién pedir consejo, madre a la que alabar por una buena comida, ni hermanos a los que visitar.
No está el amor, que murió besado por el fuego.
Bajas la mano hasta tu cintura y sacas de la funda de cuero, la daga con la que tantas vidas arrebataste en un pasado.
«Me he sumergido en este vacío del que no puedo escapar. Me he rendido.»
El brillo del metal vuelve más tentador tu deseo.
La música sigue sonando, los tambores retumban en tu pecho y la sombra de la muerte se cierne sobre ti.
Sientes un frío penetrante allí donde te has clavado el acero. Duele, pero no puedes evitar esbozar una sonrisa.
La imagen de tu amor te asola en tus últimos momentos.

No hay visión más dulce.

martes, 9 de diciembre de 2014

Esta soy yo.

El trío me mira desde la fina rama del árbol.
Sus cuerpos forman una figura negra, aterradora e imponente que me obliga a observarlos de vez en cuando, segura de que no se mueven del lugar. No se puede confiar en estas criaturas.
Ellos estiran sus alas de ébano, abriendo y cerrando sus picos de oro.
Sus ojos rojos examinan mi alma torcida.
Quisiera pensar que me hablan, contándome los secretos del mundo.
Juntos, somos hermosos —graznan.

Pero, ¿qué pueden decir los cuervos salvo mentiras?